Días 12, 13 y 14. El salvaje sur de la isla y vuelta hacia arriba.

Estoy en Marcedi. Dicen que en cuanto cruzas el puente de Marcedi ya no hay nada. Es un puente que no se puede cruzar se supone pero veo que algunos lo cruzan. Voy allá con la bici. Es pronto por la mañana y el lago o estanque que cruzo no se ha quitado la niebla de encima. A lo lejos, hacia donde voy, me miran las montañas. Bastante escarpadas por cierto. Las laderas de las montañas, hasta donde alcanza mi vista y todo lo que rodea al puente que estoy cruzando podría ser cualquier pueblo perdido en las montañas profundas de Suiza por ejemplo.
Si no fuese por los campos de olivos en las faldas de la montaña no reconocería esto como el Mediterráneo.

Hace un día espléndido y me adentro hacia el salvaje sur. Me produce cierta desconfianza lo de adentrarme tanto hacia el sur. Pero siempre recuerdo lo que me dijo mi amiga Caro en Nueva Zelanda: “Dear Chino, keep cycling, always belive in the magic of the universe. We´re all one big family” ella decía que siempre ocurre algo que te alegra el día. Y yo confío mucho en eso; porque es verdad. Bueno, es como una manera de recibir lo que viene; si uno piensa que algo bueno va a venir seguramente acabe ocurriendo. Es más probable que ocurra algo bueno si uno lo quiere que al contrario.

Así que en el primer pueblo que me encuentro, Guspini, me ocurre algo interesante. La verdad es que mi intención no era ir hacia Guspini. La idea era recorrer la famosa salvaje Costa Verde lo más cercano posible a la costa hasta Buggerru y luego volver por el interior. Pero me dio mala espina y lo hice al revés. No sé por qué pero cambié los planes en un segundo, recorrí unos 10km en sentido contrario y empecé el camino hacia Guspini. Para un par de días más adelante volver, en este caso hacia el norte, lo más cercano a la costa. La idea es llegar hasta el punto más sur que pudiera y luego volver camino al norte para ir haciendo camino hacia mi ferry en Porto torres dentro de una semana.

En Guspini y como no había gastado prácticamente nada en casa de Marco decido coger un B&B para cargar baterías antes de adentrarme en la Costa Verde. También porque la señora del estanco que me para al ver todo mi tinglado me dice que me quede con ellos en el B&B. Era una señora de pueblo, con marido pastor y con casa de pueblo. No puedo rechazar la oferta y me acomodo allí mientras hablo en Sardo-catalán-valenciano-italiano-español con la señora; mejor dicho “La nonna Valentina” que es como la conocen en el pueblo.
En un par de horas llega Giorgia que es la nieta, que se acaba de licenciar en arquitectura y que, sorprendida de cómo le cuento que me fascina la isla, me hace ver su proyecto de final de carrera. Trata acerca de dos señores, marido y mujer, de Guspini, poetas, se construyen su casa debajo de un enebro en algún lugar perdido de la Costa Verde y de donde se han recuperado los poemas que quedaron antes de que se marcharan de allí al morir el marido.

Dos poetas, que viven dentro de un Enebro, en una isla gigante en medio del mediterráneo, perdidos en algún lugar de la vasta intacta vegetación. Más romántico imposible. Pequeños secretos que la isla, y su gente, me va haciendo llegar y me van enseñando sobre esta cultura interminable.

 

Al día siguiente sigo, ahora ya sí, hacia la Costa Verde. Pretendo llegar a Piscinas; una playa con las dunas más grandes del mundo dicen y donde probablemente este solo a estas alturas del año.

Antes paso por innumerables lugares abandonados, absurdos y tétricos. Recorro el pueblo de Arbus, ubicado en lo alto de la montaña, con un sentimiento extraño por dentro. Cuando estudiaba fotografía en Lisboa nos leímos un libro que recuerdo hablaba mucho de “Arbus”. No recuerdo si “Arbus” era el nombre del autor o el nombre de su obra. Pero sí recordaba que era una obra fotográfica que aludía a lo monstruoso y al dolor. Eso sumado a que me habían contado que en Arbus había una cárcel un tanto peculiar me ponía el pelo un poco de punta. Sobretodo pensar que después de pasar por Arbus no había marcha atrás porque me adentraba en lo salvaje.
Después de Arbus y con el corazón a tope del desnivel que llevo, no dejo de encontrarme construcciones abandonadas. Me parecía ya ver el mar pero todavía había mucho bosque de por medio y varios puertos de montaña. Está lleno de viejos raíles, de naves de ladrillo antiguas abandonadas, lugares donde se siente un pasado algo oscuro. Hay herramientas de trabajo entre materiales abandonados que la naturaleza ha empezado a devorar.
Son viejas minas de Zinc y otros minerales abandonadas. Y yo no sé cuántos kilómetros me quedan pero me estoy agobiando ya allí dentro de los valles.


Poco a poco y entre fascinado y aterrado, voy bajando cada vez más rápido hacia el nivel del mar. Tanto que pierdo las pastillas del disco trasero, se han acabado. Solo llevo las de delante ahora. Empieza el camino de tierra, sigo bajando, llevo como una hora bajando todo lo que he subido.
El bosque profundo de encimas, enebros y alcornoques ha empezado a mezclarse con otro tipo de paisaje que me tiene sorprendido. No entiendo bien qué ocurre. Ahora son pinos, sabinas, algún olivo, juncos, y en lugar de tierra empieza a haber arena.
Un momento, detengo mi bici. Esto no es ni bosque ni nada. En medio del camino de tierra hay demasiada arena. Miro a mi izquierda y es verdad, no hay bosque, lo que hay son dunas. Son dunas gigantes de arena que parecían colinas pero no lo son.
Absorto con el tema de encontrarme en un bosque de dunas después de haber cruzado minas abandonadas llenas de fantasmas no me doy cuenta de que enfrente de mí hay dos ciervos mirándome.
Ahora ya sí que no me lo puedo creer. Estoy solo, en un lugar al que no sé ni cómo he llegado. Hay dunas gigantes a mi lado, el mar al fondo. ¿Y dos ciervos mirándome? Espera que me voy a reír un rato y luego lo voy a volver a mirar.

Después de los ciervos y durante unos veinte minutos arrastro mi bici por la arena, totalmente solo, para llegar hasta el mar. Una playa a la que no le veo límite, donde no veo a nadie y donde hay un mar perfecto para bañarme. Hace algo de fresco pero no voy a dejar de bañarme. Lo suelto todo, me desnudo y buceo en el mar. El agua está helada pero da igual, me acoge, me hace disfrutar de aquel momento, de darme cuenta de lo que estoy haciendo. Y de disfrutar del viaje. De estar haciendo algo que nadie más que solo yo está haciendo.

Y de estar viviendo el Mediterráneo con toda la fuerza. De descubrir la pureza de esta isla. De viajar hasta las raíces más inocentes del Mediterráneo que todavía no saben nada de los humanos, ni de los postes de luz ni las carreteras.

Miro las previsiones y vuelve a entrar otra marejada fuerte. En cuanto salga de aquí, de la Costa Verde, estaré cerca de las olas buenas de nuevo. Será la última vez que vea las olas en la isla.
Suerte.

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