Días 9, 10 y 11 «Il coltello in bocca»

Son las 6:45 de la mañana y Marco y yo vamos en el coche. El sol aparece haciendo brillar su cara. Todavía no se ha ido la niebla de los campos labrados. Excepto por los flamencos que amanecen tan rosados, los halcones pelegrinos en los postes de madera y algún que otro conejo no hay nadie más en el camino que nosotros. Me está contando la historia de cómo empezó el surf en la isla. Con el “Coltello in bocca” como dice él. El lago oscuro del surf lo llama. La gente que se atrevió a meterse al agua por primera vez en la isla con una tabla llegada de California pensaron que solo ellos eran dueños de poder estar haciendo eso. Ese mensaje se transmitía a los siguientes y así Marco andaba con el cuchillo en la boca. Es decir, atento a que nadie absolutamente pudiera surfear más que ellos. A medida que avanzamos, ahora en un bar con un “machiatto”, me cuenta cómo se lamenta de haber pensado así. Dice que ha sido el vivir en una isla y recibir a tanta gente de fuera lo que le ha hecho aprender a disfrutar del surfing de verdad y a cambiar su forma de pensar. Él nunca imaginó que existía otra forma de vivir el surf. El lado bueno. Porque la única forma de disfrutar de algo es compartiéndolo.

Seguimos con nuestro camino e intercambiamos anécdotas acerca de la eterna discusión del localismo en el mundo del surf y del absurdo conflicto que a veces se genera y que tanto apaga la verdadera esencia de disfrutar de estar en el mar. Días atrás habíamos compartido varias puestas de sol en el agua. En la isla, al contrario que en casa, el sol se pone por el mar. Y las olas se vuelven de color rosa. En la isla es todo más bonito porque es una isla. Salgo del agua y me cambio junto al frío del anochecer. Ya no queda nadie después de hablar con el chico del singlefin que hace tortitas y vive en su furgo. Pillaba una ola Marco, luego él luego yo. Una Marco, otra él y luego yo. Y así hasta que el día acaba. Cargo la tabla a la bici y recorro un par de kilómetros para llegar a casa. A casa de Marco. La Luna brilla pero todavía no se ha ido la luz. Todos los animales salen ahora y yo les atiendo a mi paso con la bici. No hago ruido y escucho el sonido del silencio mientras huelo la humedad de la noche. Entre las palmeras me sorprende una bola negra que atraviesa el aire más rápido que yo. Va casi a mi lado con la bici y se deshace en el aire. No dicen nada más que su aleteo en el aire. Son los pájaros que vuelan de una palmera a otra. Se ve la luz y se ven las estrellas. Llego a casa y la cena está lista. La perra mueve el rabo. Se oye alguien al teléfono hablando Sardo. Mañana será otro día.

 

He vuelto a ir a ver a los caballos atravesar la estrella en Oristano. Esta vez con Alessandro, su pareja Mónica y sus amigos. Quedo con ellos donde están haciendo a los corderos al fuego en la plaza “Tharros”, enfrente de la heladería. A mi paso por la calle saludo a Ángelo, un amigo, y me dirijo a mi encuentro. Hacía diez minutos había ido al Drim café a saludar a Paola, la hermana de Graziella y me había invitado a un par de birras mientras veía el desfile desde dentro y leía “L´unione sarda” con las piernas cruzadas a lo interesante. Me siento ya de aquí; saludo a la gente, hablo en Italiano, empiezo a conocer las costumbres y me voy comiendo una zípole. Una cosa típica en fiestas y que está llenísima de azúcar y por eso no puedo parar.
Alessandro Toco es fotógrafo y desde la ventana de su estudio, antes de llegar a la plaza Tharros, me grita “Attila” con dos “T” como lo dicen ellos. “Sube aquí corre que estamos en el estudio”. Voy para arriba y me dan Vernacha en una botella de plástico y con chupitos de plástico. La cosa empieza como debe de empezar pienso. Vernacha es una especie de vino blanco que se toma en la isla en fiestas y con lo que uno debe emborracharse si pretende sumergirse en la cultura sarda.

Pasamos toda la tarde caminando por las calles de Oristano al ritmo de los caballos que desfilan. Me llevan a ver la Mostra Mediterránea, a comer paninos, a beber más vernacha, y a saludar absolutamente a todo el mundo que se cruzan con tres besos en la mejilla hasta que llegamos al momento final del carnaval. No sé si Oristano es tan pequeño como para que se conozca todo el mundo pero creo que no existe nadie en toda la ciudad que Alessandro no conozca. En general los Sardos me da la impresión de que son muy cariñosos, se llaman por los apellidos y se sonríen además de besarse en la mejilla cada vez que se cruzan. Es el evento del año, llevan mucho tiempo preparando esta fiesta y para ellos es muy importante.

Mientras Alessandro acomete sus actos sociales discutimos acerca de fotografía, de la opinión que tienen los fotógrafos italianos sobre los españoles, hacemos fotos de lo que nos resulta curiosos, comemos zipole y finalmente llegamos al final. Nos subimos al coche de Alessandro, un Lancia como no; aquí solo hay Fiat y Lancia y me llevan a casa mienntras hablamos de la vida los tres.
He hecho muchos buenos amigos y me da pena despedirme pero es momento de irse. Tengo que continuar con el camino porque no queda tanto tiempo y todavía tengo que subir hasta Porto Torres para coger el ferry desde allí. Marco me advierte de que lleve cuidado hacia donde voy. Debe ser la zona más salvaje de la isla. Me pregunta que si llevo un cuchillo. No es que sea peligroso pero hay muchos animales y si voy a acampar habría que ser precavido, sugiere. No quiero ni pensarlo. Me apetece tantísimo ver lo profundo de la isla que me pongo nervioso de la emoción pero al mismo tiempo me aterra la sensación de otra vez tener que volver a pasar por noches de invierno solo en algún lugar sin nadie. A veces el hecho de ir en la bici y saber que hasta el siguiente lugar habitado quedaría bastante esfuerzo es algo que me preocupa. Me preocupa solo pensarlo porque una vez en el camino siempre encuentro gente que me ayuda. No sé si será que son islas o qué pero siempre que viajo la gente me recibe con los brazos abiertos.

Se acabó. Cruzo el puente de Marcedi y me adentro en lo profundo. Me tiemblan un poco las piernas. Vienen las curvas. El viento, la sed y las horas hablando solo. A mi alrededor cualquier pueblo suizo se queda corto. No me puedo creer, otra vez, que esto sea el Mediterráneo.
Ya se me ha olvidado a qué venido. Bajo plato y me pongo a subir. Espero que sea suave. No hay victoria sin dolor.

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